Había escrito cien veces: te quiero. Otras tantas, por lo menos, las había subrayado en fosforito y adornado con corazones en los márgenes del papel. Llegó el día en que escuchó esas mismas palabras en la iglesia. También otro en el que el "te quiero" iba acompañado de un "lo siento, no volverá a pasar"; y otro igual, pero con un ojo morado. Y así, poco a poco fue tachando sus deseos adolescentes. Cuando no quedó ninguna frase legible, arrugó el papel y lo tiró por la ventana. Ella fue la siguiente.
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