Mi
trabajo era catar el vino, los alimentos y todo aquello que pudiese poner en
peligro la salud del marajá. ¿Riesgo? Ninguno. Tenía mi propio esclavo-catador.
Cuando
entró en vigor la norma iso-sex-69.69 -¡Alá es grande!- y me trasladaron al
harén, creí estar en el Yanna, pero pronto descubrí el infierno de contentar a
trescientas concubinas.
Tras
una semana sin dormir, las caderas descoyuntadas y mis fluidos exprimidos,
decidí intercambiarme con mi catador. Esa noche engullí todos los manjares de
mi señor.
Las
huríes son aún más ardientes y dicen que no les queda nada de comer.
Bajo
la inspiración de "las concubinas no se conformaban con tan poco", en
una reunión de mayoría mujeres, claro.
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