Recuerdo el silbido de la
flecha acercándose, el impacto en mi pecho. Dolor. Caí. El sonido de los cascos
de los caballos acercándose. Oscuridad. Abro los ojos y me encuentro de pie
frente a una puerta de bronce. Se abre al simple roce de mi mano. Una sombra me
recibe y me invita a despojarme de mi armadura, me siento ligero. Me guía hacia
el centro de una estancia infinita llena de cirios cuya luz crea figuras en las
paredes. La sombra se detiene frente a
una fuente de agua, debo lavarme. Me siento en paz. Mi acompañante prosigue su
deambular hasta difuminarse frente a las velas. Ya sé donde estoy, he oído
hablar a los moribundos: es el templo de las almas. Soplo, exhalo mi último aliento
sobre una vela sin encender y nace una pequeña llama. Es diminuta pero su calor
traspasa mi piel. Oscuridad. Muy lejos de allí una pira funeraria despide mis
despojos y la espada de mi estirpe. Abro los ojos y unas manos cálidas me
recogen. –Es niño- exclaman. Rompo a llorar, vuelvo a empezar.
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